Existen muchas fronteras en este planeta, y yo tuve la fortuna de nacer en una de las más peculiares. Justo en el límite de dos naciones que no podrían ser más contrastantes, pero en tierras que comparten más similitudes en su historia y su carácter de lo que una simple división territorial puede delimitar.
No importa de que lado del río habitemos, ser fronterizo constituye poseer un sentido de identidad que fluctúa y que se dificulta definir. Si lo pensamos, una frontera es el lugar ideal para que florezcamos los cinéfilos. Porque para mí, hacerme llamar “cinéfila” es más que solo la necesidad de ponerme una etiqueta o de formarme una identidad, es una manera de contar en una sola palabra la historia de mi vida, de decir de una forma simple y concreta de dónde vengo: Yo vengo de todas partes.
Nací en circunstancias increíbles como “El Gran Pez”, crecí en la cabina del “Cinema Paradiso” en un pequeño pueblo de Italia, me enamoré por primera vez de un tal Rutger Hauer en la época medieval, y la mayoría de las más grandes lecciones de mi vida han involucrado de algún modo a Clint Eastwood.
En realidad, vengo de Nuevo Laredo, el lado mexicano de ésta compleja frontera, el lado más surreal e hiperrealista al mismo tiempo. Vivir aquí es mi contacto fuera de lo cinemático, me hace apreciar la magia que nos regala el cine o, en el peor de los casos, identificar lo genuino cuando nos ofrece crudeza más que fantasía, cuando se vuelve un espejo más que un escape.
El cine para mí siempre ha sido el portal que me permite vivir muchas vidas, habitar muchos espacios; ha fundado en mí un sentimiento perpetuo de no ser ni de aquí ni de allá, un sentimiento muy fronterizo, uno que puede llegar a ser muy solitario.
Es por eso que la necesidad de compartir con otros semejantes el amor por el séptimo arte siempre está latente, y va más allá del simple servicio al ego, de comparar quien ha visto más películas o quien puede dar mejor cátedra con sus conocimientos. Es más una necesidad de sentirse acompañado en este habitar de todos los lugares, el compartir emociones y sentimientos; una necesidad de sentirse “de aquí y de allá” con compañía.
Gozo del privilegio de poder merodear entre ambos lados de la línea divisoria en esta frontera, y ha sido uno de mis más grandes dichas estos últimos años el haberme topado con la existencia del Laredo Film Society, y en especial, de las funciones de su “Film Club Friday”, un espacio donde el amor por el cine y el sentido de comunidad se hacen palpables. Es una comunidad que entiende esa necesidad cinéfila de conectar con otros fuera de la pantalla.
Desde la primera función a la que asistí me sentí bienvenida y con la libertad total de compartir opiniones y retroalimentarme. Me sentí en casa de este lado del río, y aunque es verdad que un cinéfilo con las luces apagadas y con una película proyectada enfrente en cualquier lugar se siente en casa, hay que decir que hace falta una dedicación especial para que después de encendidas estas luces el sentido de pertenencia y las ganas de compartir prevalezcan. Es evidente la dedicación y el amor que le ponen el equipo detrás de este Club y esta sociedad cinéfila.
Sería ingenio insinuar que clubes como éste derriban las fronteras marcadas territorial y políticamente, pero puedo decir que en cierto modo las invalidan aunque sea fugazmente. Aunque necesito todavía un documento de identidad que permita mi entrada a este lado, y tenga que pasar por frías inspecciones e interrogatorios que me recuerdan cada vez de dónde vengo y a donde voy, en el momento en el que entro en este lugar, el momento en que se apagan las luces y el cine empieza a brillar en la pantalla, ese momento es cuando toda frontera desaparece. Todos somos de aquí, y de ningún lugar.
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